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Homilía Mons. García Cuerva II Domingo de Cuaresma

por diegofelizia

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas     9, 28b-36

Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con Él.
Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Él no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo». Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo.
Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.

Palabra del Señor.


Homilía de Mons. García Cuerva II Domingo de Cuaresma 

Acabamos de escuchar el relato del Evangelio según San Lucas de la transfiguración, este encuentro con Jesús transfigurado que tienen los discípulos en el monte. Y me animo a decir que la transfiguración ofrece un mensaje de esperanza, porque se da justo después del primer anuncio que hace Jesús de su pasión. Unos versículos antes Jesús había anunciado que iba a ser condenado a muerte, que iba a morir en una cruz y seguramente eso significó un cimbronazo importante para los discípulos que tenían la imagen de un Mesías fuerte y triunfante. Esa imagen entra en crisis. Se rompen sus sueños de un mesías triunfante y se cargan de angustia y de tristeza. Por eso, seguramente Jesús viendo cómo estaban los discípulos ante ese anuncio de la pasión es que toma a Pedro, a Juan y a Santiago y los lleva a un monte elevado para orar. 

El monte es acercarse un poco más a Dios porque es donde el cielo y la tierra se tocan. Y Seguramente será en ese momento de oración que los discípulos empezarán a decantar qué es lo que significa ese primer anuncio de la pasión que acababa de hacer el Señor y, ¡Oh sorpresa!, en el monte, en ese momento de oración, Jesús les regala un pedacito de cielo. Jesús les anticipa, por un rato, lo que será el final de los tiempos. 

La segunda lectura que leíamos, justamente el Apóstol Pablo dice que somos ciudadanos del cielo y lo que hace hoy Jesús, a estos discípulos entristecidos, angustiados, que tienen una crisis interna por la imagen que tenían del Mesías triunfante, es regalarles un pedacito del cielo. Y nos dice que Jesús se transfigura y que sus ropas tienen una blancura deslumbrante. Esa blancura deslumbrante, esa luz seguramente tan profunda, tan fuerte, ilumina las oscuridades de los discípulos. Ilumina su angustia, ilumina su tristeza. 

Como también hay una antorcha que pasa cerca de Abraham en la primera lectura cuando él es invadido por un gran temor y, dice la lectura: “Por una gran oscuridad, por una densa oscuridad”, entonces pasa una antorcha encendida. También es iluminada la vida de Abraham y pensaba en nuestra propia vida. En aquellas veces en que seguramente también nos sentimos a oscuras. En aquellas veces que nos ganó la tiniebla de la tristeza, la tiniebla de la angustia. En aquellos momentos en que quizás, también entramos en crisis con nuestra Fe y en esos momentos, seguramente, si hacemos memoria tendremos algún momento que fuimos iluminados. 

Iluminados por el Señor, esos momentos en donde decimos: “Que cerquita lo sentí a Dios” “Que fuerte que lo sentí a Dios en mi propia vida” esos pedacitos de cielo que, seguramente, Dios nos ha regalado en un momento de oración, en un retiro espiritual, en algún encuentro o convivencia con la comunidad parroquial, en el encuentro con otra persona. El haber experimentado ese pedacito de cielo que iluminó nuestra vida y nos ayudó a seguir. Y que  si hoy hacemos memoria, seguramente nos volvemos a emocionar y volvemos a darle gracias al Señor. 

Abraham tuvo su momento en esa densa oscuridad sintió esa antorcha encendida y dice que Dios hizo una alianza definitivamente con Él. Y en la memoria de Abraham habrá quedado aquel momento como un momento fundante de su propio camino de Fe. Seguramente para Pedro, Juan y Santiago también la transfiguración en el monte habrá sido un momento fundante. Un momento de mucha luz que ayudó a iluminar la oscuridad de sus tristezas y angustias que habrá durado y perdurado para siempre. 

¿Cuál es el riesgo cuando tenemos esos momentos hermosos en que sentimos a Dios tan cerquita como lo sintieron hoy estos tres discípulos? Y es que, igual que Pedro, digamos: “Maestro qué bien estamos acá”. Y por supuesto que estamos bien, por supuesto que cuando vivimos esa experiencia de cielo no queremos que se termine nunca. Pero ahí tenemos un riesgo, un riesgo de que entonces esa experiencia se nos convierta en pereza espiritual. Que nos achanchemos y digamos: “Bueno, que bien que estamos aquí no nos vayamos más”. Y en realidad la misión sigue. Y por eso los discípulos no se quedaron en el monte para siempre, tuvieron que bajar y seguir la misión y seguir cargando la propia cruz para seguir detrás de Jesús. 

También el riesgo que corremos es poner la vida en pausa. Así como apretamos la pausa en el televisor y una imagen queda congelada, a veces, la tentación que tenemos en esos pedacitos de cielo es poner pausa a nuestra vida. Que se congele la vida ahí y eso es absolutamente artificial, nuestra vida es una película y por lo tanto, no la podemos pausar. No podemos quedar por un momento congelado por más que haya sido muy lindo. 

Lo tercero, que puede ser un riesgo también, es terminar viviendo en una burbuja de espiritualidad. Una burbuja de espiritualidad cinco estrellas digo yo. Y es como vivir aislados de lo que vive el resto del mundo. Hay hoteles cinco estrellas a veces en algunos países muy pero muy pobres o en algunas ciudades que viven una gran pobreza, y esos hoteles brindan todo y uno no tiene ni que salir del hotel porque tiene todos los servicios, porque si sale se encuentra con la cruda realidad. A veces nuestra espiritualidad puede tener y correr esa tentación: vivir en una burbuja de espiritualidad cinco estrellas alejada y aislada de la realidad cotidiana, de la realidad más dura, de la realidad de la pobreza. 

Por eso ese “Maestro, qué bien que estamos acá” de Pedro por supuesto que es un sentimiento lógico y nosotros también lo tenemos cuando vivimos una linda experiencia de Dios pero hay que tener en cuenta los riesgos. El riesgo de convertirse eso en una pereza espiritual, el riesgo de poner en pausa nuestra vida y quedarnos congelados en ese momento de vida, y el riesgo de vivir una espiritualidad muy aislada, como una burbuja cinco estrellas alejada de la vida. 

La experiencia de los discípulos, la experiencia de Abraham y nuestra propia experiencia, seguramente, nos ofrecen mucha esperanza porque entonces, en los momentos difíciles, podremos volver a confirmar que el cimiento de nuestra esperanza es la fidelidad de Dios. Dios no nos abandona, Él es nuestra esperanza, Él es nuestra roca y el baluarte, Él es el que nos sostiene, Él es el ancla en el que podemos superar todas las tormentas. 

La transfiguración hoy para los Discípulos y también para nosotros es un ancla que nos sostiene, es la esperanza de que Dios no nos deja tirados. De que Dios no nos defrauda. De que como ciudadanos del cielo, nos mostró ese pedacito de cielo para que no perdamos la esperanza y sigamos adelante. Por eso el Salmo dice: “El Señor es mí luz y mi salvación”. Confirmar una vez más que el Señor ilumina nuestra angustias y oscuridades, que el Señor nos sostiene más allá del todo. Y atravesando todas las tormentas Él como ancla es nuestra esperanza.

Termino con una poesía del padre Olaizola que dice así: 

“Después del Tabor qué bien se está aquí, hagamos tres carpas. Humana disposición a echar raíces en lo apacible pero hay que volver a la brega diaria. Hay que volver una y otra vez al amor aterrizado, a la intemperie, a los caminos que recorremos cargados de nombres y de preocupaciones cotidianas. Hay que volver a las encrucijadas donde toca optar, renunciar y elegir. A los días intensos de búsquedas y ojeras. De anhelos y de horas estiradas. Hay que volver a los días grises, a las preguntas, al no saber a la inseguridad reflejada en un espejo, a la tenacidad y a la resistencia. Hay que volver a lo acostumbrado; pero no con desgano o arrastrando la existencia y el ánimo sino con la gratitud y la esperanza como banderas”. 

Con gratitud y esperanza porque todos hemos experimentado igual que estos Discípulos algún pedacito de cielo en nuestra vida, seguimos adelante porque esa gratitud y esas esperanzas son banderas que nos animan a seguir. Amén. 

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