En el día en el que Argentina celebra el Día del Amigo, la Iglesia se suma a los festejos valorizando, recordando y reflexionando sobre la más grande amistad que los cristianos conocen: la amistad de Jesús, esa que transforma todas las amistades.
Un día como hoy pero de 1969, el hombre llegaba a la luna y lograba «un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad». La unidad frente al fenómeno hizo que el odontólogo argentino Enrique Febbraro propusiera la fecha para festejar el «Día de la amistad», ese pequeño vínculo entre los hombres que significa un gran lazo para la sociedad.
La Iglesia está llamada a la amistad, a ese vínculo de cercanía y compartida con Jesús y con los hermanos, ese encuentro que involucra a dos personas en un amor benevolente y mutuo, conocido por ambos y que busca el mayor bien del otro.
En toda amistad la fuente es un «algo en común»: a veces un gusto, a veces una tarea, otras un momento, un espacio, un dolor o una alegría. Pero hay una amistad que se experimenta en la Iglesia, una que inicia mucho antes de descubrir ese «algo en común»: la amistad con Jesús.
En esa amistad, Jesús te primerea, Él te da algo antes de descubrir qué es lo que se tiene en común, y lo que se tiene en común, es eso que Jesús te dio. Él da y enseña ese amor incondicional que busca el bien del otro por sobre todas las cosas, al punto de llegar a dar la vida.
Con Jesús como amigo, los cristianos llegan a conocer un nivel de amistad que supera los límites humanos, porque es el amor de la amistad con Cristo el que ordena el amor de todas las amistades; porque el amor a otros se ve transformado y purificado cuando se entiende que no sólo se ama por lo compartido, sino también porque Dios lo ama.
Jesús vino a revolucionar la amistad en el mundo, antes de que el mundo festejara la amistad, Él llamó a sus discípulos amigos y no servidores, porque les dio a conocer «todo lo que el Padre me ha dicho»(Jn. 15, 15). Y así lo hizo y lo hace con todos los que lo siguieron y lo siguen en su Iglesia.
Todo vínculo humano es un don de Dios, pero también una tarea encomendada por Él. En el otro se descubre el misterio de Dios, ese amor del Padre que lo hace al otro Hijo de Dios en Jesús, ese amor que convierte a los hombres en hermanos de una Madre Iglesia.
En el Evangelio de San Juan Jesús dijo a sus discípulos: «Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn. 13, 34-35).
El mandamiento del amor es el mandamiento de la amistad; al descubrir que ese «algo en común» es la amistad de cada uno con Jesús, la Iglesia podrá extender lazos de amor y de amistad a lo largo del mundo, caminando juntos, llevando la noticia del amor de Dios a cada persona, dejando que Dios transforme, purifique y ordene todos los vínculos de amistad.