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Homilía Mons. García Cuerva – Pentecostés

por Facundo Fernandez Buils

EVANGELIO

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan     20, 19-23

Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con la puerta cerrada por temor a los judíos. Entoces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.»

Palabra del Señor.


Homilía Mons. García Cuerva – Domingo de Pentecostés. 19 de abril de 2024 – Catedral Metropolitana

Quisiera primero detenerme en la primera oración del Evangelio que acabamos de proclamar, porque nos da un poquito el contexto en el cual los discípulos de Jesús reciben el Espíritu Santo. 

Comienza esa primera oración del Evangelio diciendo: “Al atardecer del primer día”. El atardecer del primer día es el atardecer del domingo. Y creo que en alguna ocasión ya dije que en general se dice que los domingos a la tarde para mucha gente “pinta el bajón”. El domingo a la tarde para varias personas es un momento de cierta depresión, que tiene que ver por un lado porque hay sabor de final de lo que significó el fin de semana, de lo que pudo haber significado el descanso o el encuentro con familiares y amigos, y por otro lado porque también se percibe que se viene la semana. Y se viene la semana con sus compromisos, con sus actividades, con los turnos del médico, con los problemas del trabajo, con llevar a los chicos a la escuela. Vuelve el día del despertador, el día lunes. Y entonces se dice que la tarde del domingo puede ser un momento de cierta depresión. ¿Por qué no pensar también entonces que los discípulos en ese atardecer del primer día estaban con esta cierta depresión, con esta tristeza que los acompañaba, propia de ese momento del día domingo? 

En segundo lugar, la misma oración dice que “estaban las puertas cerradas”. Estaban en una casa con las puertas cerradas. Y me animo a decir entonces que quizá nosotros no tengamos las puertas cerradas de casa, aunque creo que las tenemos muchas veces por seguridad y ahora por el invierno. Pero también podemos pensar si a veces lo que no tenemos cerrado es el corazón, por rencores o broncas acumuladas. Cerrada la mente porque nos creemos un poquito dueños de la verdad. Encerrados en nosotros mismos porque nos cuesta vincularnos con los demás y tener confianza en las otras personas. O también cerrados porque no dejamos a nadie entrar en mi vida y cuando alguien me pregunta cómo estoy, inmediatamente digo, y fuerte, “todo bien”. “¿Necesitas algo? No”. Es un modo de tener cerrada la puerta de la vida a vincularme con los demás. 

Y el tercer aspecto de hoy, de esta primera oración, dice que “las puertas están cerradas por temor a los judíos”. Pienso entonces en nuestros propios miedos, en nuestros propios temores. Los chicos tienen miedo y temor a las cosas propias de los chicos. El miedo, como nos decían los abuelos, al cuco, el miedo a la oscuridad. Pero los grandes también tenemos miedos. Tenemos miedo al sufrimiento, miedo a la muerte, miedo a la inseguridad, miedo al futuro. También los grandes tenemos miedo, incluso miedo a veces a encarar problemas que deberíamos encarar de frente, cara a cara. 

En ese contexto, en el contexto de la depresión del atardecer del domingo, en el contexto de la cerrazón del corazón, de la mente y en el contexto del miedo, Jesús hoy nos dice: “Reciban al Espíritu Santo”. Espíritu Santo que en la primera lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles está simbolizado con una fuerte ráfaga de viento y con llamas de fuego. Qué interesante hoy entonces pensar el Espíritu Santo con esta misma simbología, una fuerte ráfaga de viento y llamas de fuego. Y me acordaba de una oración que alguna vez leí que decía no intentemos detener el viento ni apagar el fuego porque es Pentecostés. No intentemos detener el viento ni apagar el fuego porque es Pentecostés. Quisiera entonces hoy invitarlos a todos a que no intentemos detener el viento del Espíritu, que no intentemos apagar el fuego del Espíritu en nuestra vida y en nuestro corazón y aún en el contexto difícil en el que nosotros también estamos, igual que aquellos discípulos, escuchemos nosotros la voz del Señor que nos dice, reciban el Espíritu Santo. 

Y entonces, con esta imagen del fuego y con esta imagen de las ráfagas de viento, en el contexto difícil que seguramente estamos atravesando todos, poder nosotros también insistir que queremos recibirlo el Espíritu y lo queremos hacer bajo tres consignas que quisiera compartir en la humilidad de hoy. 

La primera consigna: no te apagues. No te apagues. No dejes que se consuma la llama del Espíritu Santo que se encendió en el bautismo. Cuidá la luz que tenés en tu corazón. Cuidá la luz de la esperanza, a pesar de que a veces la oscuridad lastima muy dentro. Cuida esa luz, no te apagues. Y no solamente no te apagues, sino no te enfríes, porque también la llama del Espíritu Santo es el calor del fuego. No perdamos las ganas, el entusiasmo, la pasión. No te apagues. No te dejes ganar por la oscuridad. No te dejes ganar por el frío. Al contrario, como decía: no apaguemos el fuego del Espíritu. 

La segunda consigna que pensaba: no te encierres. Recordamos que los discípulos estaban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Nosotros también podemos tener cerrada la mente y el corazón. No te encierres. Es propio de la ráfaga de viento, y me acuerdo cuando era obispo en Río Gallegos, que el viento sopla fuerte y cuando sopla fuerte abre ventanas, abre puertas. El viento sopla fuerte y empuja. El viento del Espíritu no es un remolino para que estemos todo el tiempo girando sobre nosotros mismos, creyéndonos que somos el centro del mundo, victimizándonos todo el tiempo o creyéndonos dueños de la verdad, el centro. No, el viento del Espíritu no es remolino. El viento del Espíritu son ráfagas de viento que nos empujan a abrirnos a los demás, a no encerrarnos, a animarnos a la diversidad, animarnos a la fraternidad, animarnos al encuentro, porque nos empuja también al encuentro con el hermano y al compromiso con los otros. 

Y la tercera consigna que quería compartir hoy con ustedes: no te quedes quieto, porque de eso también se trata el recibir el Espíritu Santo, el de no apagarnos, el de no encerrarnos, pero el de no quedarnos quietos, al contrario, comprometernos, jugarnos la vida por los demás, salir al encuentro de los otros, con nuevas lenguas, como dice la primera lectura, con las nuevas lenguas significa animándonos a adaptarnos a este mundo de hoy, con nuevas lenguas significa entendiendo cuál es el mensaje que hoy necesita la juventud, que hoy necesitan la sociedad de hoy, pudiendo empatizar con la realidad de hoy y no pretendiendo con los mismos esquemas de siempre responder a realidades nuevas. 

Nos dice también la primera lectura que todos los entienden hablar en su propia lengua y es porque el lenguaje del amor es entendible por todos, el lenguaje de la fraternidad es entendible por todos. Por eso el Espíritu Santo nos pone en acción, porque nos empuja al encuentro con los demás, nos empuja a salir de nosotros mismos, tengamos cuidado con el quietismo, tengamos cuidado con el quedarnos detenidos, ni en un momento de nuestra vida ni en el cero compromiso con los demás, al contrario, salir de nosotros mismos y ser discípulos misioneros, Iglesia en salida, como tantas veces nos insiste el Papa Francisco. 

Por más que hablemos de viento, si no lo dejamos actuar, no nos va a empujar al encuentro con los demás. Por más que hablemos de fuego, si no lo dejamos actuar al Espíritu, no nos va a iluminar ni nos va a apasionar y a calentar el corazón. Por eso necesitamos invocarlo, invocarlo fuerte, invocarlo todo el tiempo, invocarlo como lo hicimos hoy rezando y cantando la Secuencia del Espíritu Santo. Que sean días, entonces, en el que más allá del contexto difícil en el que estemos, como aquellos discípulos que estaban con la depresión del domingo a la tarde, encerrados, con miedo, nosotros también escuchemos al Señor que nos dice reciban al Espíritu Santo y simbolicémoslo con las llamas de fuego y simbolicémoslo con esa ráfaga de viento. Y entonces proponete pedir al Espíritu Santo con fuerza y hacer carne en tu vida esas tres consignas: No te apagues, no dejes que la oscuridad de la desesperanza te gane, al mismo tiempo que el Espíritu Santo te caliente internamente, que te apasione, que te haga un cristiano jugado, entusiasta, con ideales. No te encierres. El fuego del Espíritu tiene, como dije también, esta otra simbología de la ráfaga de viento. No es un remolino para que te quedes encerrado en vos mismo. Te empuja, te empuja a abrirte a los demás, a abrir la cabeza y descubrir que no somos dueños de la verdad, abrir el corazón y perdonar y ser libres de alma. Y al mismo tiempo no te quedes quieto. 

Que el Espíritu Santo nos empuje al encuentro con los demás y ser iglesia en salida. ¿Cuánta tarea tiene el Espíritu Santo en nuestra vida? Con mucha fe invoquémoslo en estos días. Lo necesitamos mucho. Que Él venga a nuestra vida. Que el Espíritu Santo, como dijimos, alegre nuestra vida, nos entusiasme, nos llene de pasión, nos encienda para ser testigos de Cristo, como aquellos discípulos lo hicieron en los Hechos de los Apóstoles. Amén.

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