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Homilía Mons. García Cuerva XVIII Domingo Tiempo Ordinario

por prensa_admin

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas   12,13-21

Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia».
Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?» Después les dijo: «Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas».
Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: «¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha». Después pensó: «Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida».
Pero Dios le dijo: «Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?»
Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios».

Palabra del Señor.


Homilía Mons. Jorge García Cuerva XVIII Domingo Ordinario 

Hace ya algunas semanas, leyendo algún artículo sobre el pensamiento del Papa León XIV alguno de los comentaristas, de los periodistas, recordaban que el Papa cuando era el obispo Prevost en Perú había escrito en sus redes sociales la siguiente frase: “cuando una sociedad lamenta más la pérdida económica que la pérdida de vidas no precisa virus externos porque ya está enferma”. Repito: “cuando una sociedad lamenta más la pérdida económica que la pérdida de vidas no precisa virus externos porque ya está enferma”. Prevost había escrito esto siendo obispo en Perú y de alguna manera lo que nos alertaba era que si estábamos pendientes en la época de la pandemia, de la pérdida económica pero no de las pérdidas humanas la sociedad ya estaba enferma y no necesitaba virus externos. Y creo que las lecturas de hoy nos hablan de algunos virus internos que podemos tener como sociedad y que por eso, es tan actual este comentario del entonces obispo Prevost, porque aunque hoy no tenemos la pandemia de coronavirus hay algunos virus que nos enferman y de ellos nos hablan las lecturas de hoy.

En primer lugar la primera lectura nos habla de la vanidad. La vanidad es la arrogancia, la presunción, es sentirnos más importantes por lo que tenemos que por lo que somos. Esta cultura que vivimos hoy de creer que somos más por tener más y entonces nos vamos transformando en personas vanidosas que quieren exponer incluso muchos a través de las redes sociales lo que tienen, sus bienes, sus lujos mostrando absolutamente todo porque parecería que se confirman como personas teniendo muchas cosas. La vanidad, uno de estos virus de nuestra sociedad.

Y el otro de estos virus, lo dice el evangelio, y es la avaricia. La avaricia que es el afán de poseer riquezas u otros bienes con la intención de atesorarlos para uno mismo mucho más allá de lo requerido para satisfacer las necesidades básicas. Es decir: es juntar, acumular, tener mucho, que sobre incluso, más allá de las necesidades básicas satisfechas. Es un poco el protagonista del Evangelio de hoy. Este hombre que luego de su cosecha ya tiene que construir lugares más grandes para poder guardar todo y después le dirá a su alma bueno descansa ya tenemos demasiado.

Creo que estas dos enfermedades de las que nos habla hoy el evangelio tenemos que pensar que también las podemos tener nosotros en nuestro interior. En primer lugar, como dije, la vanidad. Creernos más de lo que somos y querer siempre mostrarnos como si somos más. Y muchas veces ligar esa vanidad al tener. Parecería que más vale la gente que tiene. Y eso se va haciendo cultura y eso también entra a las nuevas generaciones, por eso a veces la frustración de muchos adolescentes, de muchos niños cuando no pueden tener determinadas cosas y entonces se sienten menos personas.

Por otro lado, como dijimos la avaricia, que en la segunda lectura dice que es una forma de idolatría, justamente este afán de poseer bienes de poseer riquezas con la intención de acumularlos, de guardarlos como si la vida fuera siempre. Decían los abuelos, que no hay empresa fúnebre con camión de mudanza, y que no hay mortaja que tenga bolsillos. Y quizá esos dichos populares tengamos que volver a recordarlos y hacerlos presentes, para pensar muchas veces: en qué se nos va la vida, en la desesperación por tener. ¡Cuántas familias divididas y peleadas!, como quizá esta que nos plantea hoy el evangelio de San Lucas, cuando le dicen a Jesús, decile a mi hermano que comparta la herencia conmigo, ¡cuántos problemas por herencia!. Terminamos de llorar a nuestro ser querido y nos empezamos a matar por lo que quedó, como si ahí estuviera nuestra salvación. Creo que también la experiencia de la pandemia nos enseñó a todos que las cosas más importantes de la vida no tienen precio. En ese momento, en que como humanidad estábamos viviendo esa crisis tan profunda, nos dimos cuenta que el amor, que la salud, que la familia, que los amigos, no se compraban con todos los bienes de la tierra.

Hay un pequeño libro, un tratado de un filósofo del primer siglo que se llama Plutarco. Plutarco tiene un tratado sobre el excesivo amor a las riquezas. Es un tratado breve sobre el excesivo amor a las riquezas. Y plantea esto que estamos hablando nosotros: el peligro de la avaricia, el peligro de la codicia, el exceso amor a las riquezas que hace que las personas terminen perdiendo los valores. Y allí dice Plutarco una frase que es bastante conocida: “La bebida apaga la sed, la comida satisface el hambre, pero el oro no apaga jamás la avaricia”. “La bebida apaga la sed, la comida satisface el hambre, pero el oro no apaga jamás la avaricia”. Aquel que es avaro nunca se va a sentir satisfecho y siempre va a querer más.

El Papa Francisco ha planteado en distintas ocasiones y recuerdo en Evangelii Gaudium 202 que la inequidad es la raíz de los males sociales. Y ¿qué es la inequidad? Es esa brutal diferencia entre los más ricos y los más pobres. El continente más pobre es África, pero el continente más inequitativo es América Latina, en donde algunos tienen mucho y muchos no tienen nada.

Quisiera, entonces, ir terminando con un texto de hace menos de un mes del Papa León XIV, que le dirigió a los participantes en el Jubileo de los gobernantes. Allí el Papa fue fuerte cuando les planteó que tienen que referirse a la «responsabilidad de promover y proteger… el bien de la comunidad, el bien común, defendiendo especialmente a los vulnerables y marginados. Esto significaría, por ejemplo», continúa diciendo el Papa, «trabajar para superar la inaceptable desproporción entre la inmensa acumulación de las riquezas concentrada en manos de unos pocos y los pobres del mundo. Los que viven en condiciones extremas claman para que se escuche su voz y, a menudo, no encuentran oídos dispuestos a escuchar su súplica. Este desequilibrio genera situaciones de injusticia persistente, que fácilmente conducen a la violencia y, tarde o temprano, a la tragedia de la guerra».

Por eso, creo que las lecturas de hoy y este ejemplo que nos da Jesús en el evangelio nos vuelve a alertar sobre nuestro vínculo con los bienes y los del vínculo con el dinero. ¡Cuánto nos cuesta llevar el evangelio al bolsillo! ¡Cuánto nos cuesta llevar el evangelio y la doctrina social de la iglesia a lo que significa más la justicia social, la fraternidad y el poder resolver los grandes conflictos sociales y económicos desde la solidaridad!

Pidamos al Señor entonces que con sinceridad, iluminados por estas lecturas podamos tratar de ver cuánto hay de avaricia, cuánto hay de vanidad en mi propia vida, en la vida de los demás seguramente es muy fácil descubrirla pero el desafío es dejarnos interpelar cada uno. Pero al mismo tiempo poder reflexionar: ¿cuál es mi vínculo con los bienes? ¿Creo que en los bienes y en el atesorar cosas está la felicidad? ¿Cómo es el vínculo en las familias cuando se dan situaciones como la de la herencia que nos presenta en el evangelio de hoy?

Y no olvidar lo que nos plantea hoy la la segunda lectura que nos dice que tenemos que aspirar a los bienes del cielo. En definitiva, son solamente los bienes de Dios los que nos van a dar la felicidad eterna. Que Dios nos interpele con estas lecturas, que cada uno pueda revisar la propia vida. Y retomando aquella frase de Prevost cuando era obispo en Perú, podamos detectar estos virus de la vanidad y de la avaricia que hacen de nuestra sociedad una sociedad enferma. Amén.

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