Homilía de Mons. Gustavo Carrara, Obispo Auxiliar de Buenos Aires, Vicario General, en la Basílica Nuestra Señora de la Piedad
Hace sólo unas horas, el Papa Francisco canonizó a María Antonia de San José, más conocida como Mama Antula, es la primera santa Argentina. Ella nació en Silípica, provincia de Santiago del Estero, en 1730. No era religiosa, siempre fue laica. A sus 15 años empezó a colaborar con los padres Jesuitas y a participar de los ejercicios espirituales, que estos predicaban. Cuando los jesuitas son expulsados de América, ella contaba con 37 años. Y desde ese momento sintió el llamado a continuar la obra, que tanto bien había hecho.
Mama Antula tenía una gran pasión misionera, por eso decía: “Quisiera andar hasta donde Dios no fuese conocido, para hacerlo conocer”. Y el modo para concretarlo era que los ejercicios espirituales de San Ignacio, pudieran predicarse. El fin de los ejercicios espirituales es buscar y hallar la voluntad de Dios. Estos invitan a una conversión evangélica, y a una vida de seguimiento personal de Cristo, dentro de la Iglesia.
Comenzó primero en Santiago del Estero, en las poblaciones de Silípica, Loreto, Atamisqui, Soconcho y Salamina. Luego su peregrinación siguió por Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja y Córdoba. Llegaba a los lugares a pie, o con un sencillo carro tirado de un asno. En una oportunidad va a decir: “El amable Jesús es Quien me conduce y me permite estos pasos”.
Y fue formando en torno a Jesús, una comunidad itinerante de laicos misioneros – toda una invitación para nuestra Iglesia hoy-. Al llegar a los distintos lugares, organizaba la predicación de los ejercicios espirituales, y se encargaba que no faltara nada material para realizarlos, de ahí su devoción a San Cayetano a quien invocaba. A ella le debemos la presencia del patrono del pan y del trabajo en el Santuario de Liniers. El pedido del pan es un pedido de justicia –no es posible pasar hambre en una tierra bendita de pan-, y el pedido de trabajo es un pedido de dignidad –aquel que no trabaja está herido en su dignidad, siente que está de sobra-.
María Antonia de San José, llegó a Buenos Aires a fines de 1779, después de caminar miles de kilómetros. Ella vestía un hábito como el que usaban los Jesuitas, se apoyaba en un bastón alto en forma de cruz, y andaba descalza. Acerca de esta llegada hace unos días Francisco subrayaba: “Recordemos también que el camino de la santidad implica confianza, abandono, como cuando la beata María Antonia llegó sólo con un crucifijo y descalza a Buenos Aires, porque no había puesto su seguridad en sí misma, sino en Dios, confiaba en que su arduo apostolado era obra de Él. Ella experimentó lo que Dios quiere de cada uno de nosotros, que podamos descubrir su llamada, cada uno en su propio estado de vida, pues cualquiera que sea, siempre se sintetizará en realizar `todo para la mayor gloria de Dios y salvación de las almas’”.
Por su aspecto exterior, la recepción no fue para nada buena, la trataban de bruja o de loca, de hecho, tuvo que esconderse en esta Iglesia de Nuestra Señora de la Piedad, junto a sus compañeras, porque unos muchachos empezaron a tirarles piedras. Por eso antes de fallecer -en 1799-, pidió ser enterrada en el campo santo de esta Iglesia que la recibió y la protegió.
La capital del recientemente creado Virreinato del Río de la Plata -1776-, era el destino final que le daría la Divina Providencia a esta mujer tan andariega. Con paciencia, y sobre todo con perseverancia, consiguió que miles de personas hicieran los ejercicios espirituales, y mediante ellos transformaran su vida. Luego de hacerlos en varios espacios que le prestaban, con el objetivo de tener un lugar propicio, empezó la obra de la Santa Casa de Ejercicios –hoy en Independencia y Salta-.
En las tandas de ejercicios, compartían la mesa pobres y ricos, indios, esclavos y futuros revolucionarios de Mayo. Eran un tiempo de gracia, de integración y de fraternidad. Para nuestra primera santa, todos los que participaban tenían la misma dignidad, y los trataba con delicadeza, dedicándoles tiempo y escucha.
María Antonia de San José, en la Buenos Aires colonial, fue una mujer de una espiritualidad evangelizadora en salida (Cfr. EG 20-24). Ella buscaba a ese Dios que se oculta especialmente en los lugares de sufrimiento y dolor. Así es que visitaba a los presos, a los enfermos, y socorría a los pobres. Como señala Francisco: “La caridad de Mama Antula, sobre todo en el servicio a los más necesitados, hoy se impone con gran fuerza, en medio de esta sociedad que corre el riesgo de olvidar que «el individualismo radical es el virus más difícil de vencer. Un virus que engaña. Nos hace creer que todo consiste en dar rienda suelta a las propias ambiciones» (Carta enc. Fratelli tutti, 105). En esta beata encontramos un ejemplo y una inspiración que reaviva «la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha» (Exhort. Evangelii gaudium, 195). Que el Señor nos dé la gracia de seguir su ejemplo y que este ejemplo los ayude a ser ese signo de amor y de ternura entre nuestros hermanos».
Santa Mamá Antula con esta opción tan clara y profética por los últimos, nos permite asomarnos al Evangelio que hoy nos propone la liturgia –Mc. 1,40-45-. Se acerca a Jesús un hombre que tenía lepra, y cayendo de rodillas para pedirle ayuda, le dice: “Si quieres puedes purificarme”. Y Jesús conmovido, extiende la mano, lo toca y le dice: “Lo quiero, queda purificado”.
Cuando un leproso se acercaba a alguien debía gritar: “impuro, impuro” (Cfr. Lev 13,45), para que se alejara de Él. Y muchas veces se los echaba a piedrazos. Jesús, no sólo deja que se acerque, sino que lo toca y lo sana. Él es el Divino Salvador, el Buen médico, no ha venido por los sanos, sino por los enfermos, ha venido por los pecadores, y choca contra la cerrazón de aquellos se creen justos, y señalan con el dedo a los demás (Cfr. Mt 9, 12-13). El evangelio de hoy nos enseña que nadie puede excluir en nombre de Jesús. Él vino a revelar que en el corazón misericordioso del Padre hay lugar para todos.
Ahora bien, como nos enseña San Ignacio en sus ejercicios espirituales, tratemos de entrar en la escena con la imaginación, y ocupemos el lugar del hombre que le dice a Jesús: “Si quieres, puedes purificarme.” Es una oración de petición, pedimos una gracia, suplicamos cosas concretas.
Pedimos la gracia de quitar las afecciones desordenadas, para buscar y hallar la voluntad de Dios (Cfr. EE 1). Es que del interior del corazón es de donde provienen las malas intenciones, la codicia, la envidia, el fraude, que manchan al hombre (Cfr. Mc. 7, 21-23). Y la purificación que anhelamos, tiene como fin la ofrenda de la propia vida.
Pedimos ya a las puertas de la Cuaresma, como gracia al Espíritu Santo, que nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, y nuestras acciones, estén ordenados a la mayor gloria de Dios y a la salvación de nuestras hermanas y hermanos (Cfr. EE 46). Y para ser más pedigüeños aún, suplicamos conocer internamente los sentimientos del Señor Jesús, que por nosotros se ha hecho hombre, para amarlo más, seguirlo más de cerca, y servirlo en los más frágiles y rotos de nuestro pueblo (Cfr. EE 104).
La canonización de Mama Antula es una gracia especial para Iglesia en Argentina. Nos alegramos, lo agradecemos, pero a la vez nos queda abierta la pregunta. ¿Qué nos está pidiendo el Espíritu Santo a través de ella? Hay que rezarlo, discernirlo, y actuarlo.