Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 16, 19-31
Jesús dijo a los fariseos:
Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas.
El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.
En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: «Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan».
«Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí».
El rico contestó: «Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento».
Abraham respondió: «Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen».
«No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán».
Pero Abraham respondió: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán».
Palabra del Señor.
Homilía Mons. García Cuerva XXVI Domingo de Tiempo Ordinario
Continuamos este domingo con la lectura del profeta Amós, ya habíamos leído de él la semana pasada. Y aquí el profeta Amós, aquel profeta del siglo VIII antes de Cristo, tiene como primera frase: “Ay de los que se sienten seguros en Sión”. “Ay de los que se sienten seguros en Sión”. Sentirse seguros: seguros a veces en nuestras ideas, seguros en nuestros pensamientos, seguros en nuestros logros, seguros en el éxito. En definitiva, sentirnos seguros en la vida. Se trata de una seguridad que nos va haciendo impermeables, porque no nos deja cuestionarnos y, por lo tanto, no nos deja entrar en diálogo con los demás y buscar juntos. Se trata de una seguridad que nos hace dueños de la verdad y, por lo tanto, nos creemos mejores y somos intolerantes. Y así, vamos abriendo grietas que nos separan de los que no encajan en nuestros «esquemas seguros», entre comillas.
Creo que este tema de la seguridad mal entendida es lo que justamente a veces nos hace muy intolerantes, muy dueños de nosotros mismos que no necesitamos ayuda y que, por lo tanto, tampoco la damos. Por eso dice Amós hoy, “Ay de los que se sienten seguros en Sión”. Y al mismo tiempo, hacia el final, el profeta Amós dice: “No se afligen por la ruina de José”. José representa a las tribus más importantes del norte de Israel, pero me quedo con esto de “No se afligen por la ruina de José”, es decir, no se conmueven. No se les mueve un pelo, podríamos decir en un lenguaje más vulgar, frente al dolor y frente a los problemas que tienen los demás.
En definitiva, el disfrute excluyente de la abundancia deshumaniza y nos hace absolutamente crueles e injustos. Y lo que se vive en esta sociedad que es tan denunciada por Amós, es el pecado de la indiferencia más profunda. El sentirnos ciegos e insensibles ante el sufrimiento de los demás.
Recuerdo aquí la escena de Abel y Caín, cuando Caín mata a Abel, y luego responde a Dios: “¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?” El desentenderse absolutamente, la profunda indiferencia. Cómo, de alguna manera, eso que denuncia Amós en aquel momento, parece que es algo que es constante en la humanidad. El no afligirnos, no conmovernos, el sentirnos seguros de nuestras riquezas, de nuestras abundancias. Que, vuelvo a insistir, pueden ser materiales, pero también a veces tienen que ver con sentirnos superiores a los demás, y entonces, eso nos va alejando y va produciendo esas enormes grietas entre nosotros.
Ese pecado de la indiferencia es el pecado, en realidad, que tiene el rico del Evangelio, que algunos lo llaman Epulón. En realidad, Epulón significa “El que organiza y el que se da grandes banquetes”, con lo cual le quedaría bien el nombre, ¿No? “El banqueteador”, así lo definen a este rico.
Y es impresionante ver que dice el Evangelio que a la puerta de su casa, a la puerta estaba Lázaro. Estaba este pobre, estaba este hombre cubierto de llagas que sufría enormemente. Yo me imagino que no era solamente a la puerta de su casa, sino que estaba a la puerta de su corazón, pero la seguridad que tenía Epulón en sus riquezas. La seguridad que tenía en sus bienes, hacía que, por más que estuviera la puerta, no lo conmovía absolutamente nada de la desgracia que vivía Lázaro. Ni siquiera le podían doler ni molestar las llagas que tenía Lázaro.
Me impresiona que parecería que la única compañía que tiene este pobre hombre, Lázaro, dice que son los perros que lamían sus llagas. Y aquí, por un lado, pensaba en el cuadro de Tintoretto, un pintor del siglo XVI, que tiene un cuadro que se llama “El lavatorio de los pies”. Es un cuadro muy grande, y en el centro de la escena, y con un tamaño mayor que los personajes, hay un perro. Y uno dice: ¿Qué hace ese perro ahí? Es que justamente en el contexto del lavatorio de los pies, cuando Jesús lava los pies a los discípulos, ese perro simboliza la fidelidad. El perro es símbolo de la fidelidad.
Parecería que con este pobre Lázaro, los únicos que son fieles y que están al lado son los perros, como a veces tanta gente que está en situación de calle, y que vemos que hay perros que los siguen acompañando, que están con ellos, que duermen con ellos, que los siguen. ¿Cuánto tendremos que quizá aprender también nosotros de lo que significa la fidelidad y el estar cerca de los pobres?
Continúa el Evangelio después diciendo, que este hombre Epulón empieza a pedirle a Dios cuando mueren, ¿no? Y uno va, dice, al sepulcro y el otro va al seno de Abraham, y empieza a pedirle, por favor, que ayude Dios a este pobre hombre, que ahora pasó a ser justamente Epulón. Y en realidad, hay como un gran riesgo, y es creer que esta parábola es una descripción de lo que va a suceder después de la muerte. Y en realidad no es así. Tampoco es una promesa sedante como si fuera un opio para los pobres y decirles, “Bueno, vos aguantá ahora que después, mirá, vas a estar en el seno de Abraham”. No. En realidad, la parábola tiene mucho que ver con la actualidad, y tiene que ver, en realidad con el final, cuando aparecen justamente los cinco hermanos. El rico le pide, aunque sea al final, cuando se da cuenta que no puede cambiar su suerte, le pide que, por favor, aunque sea vaya Lázaro a ver a sus hermanos para decirles que cambien de conducta.
El final de la parábola es abierto, es un final abierto. No sabemos qué habrá pasado con esos cinco hermanos, pero nosotros podríamos pensar si nosotros también no somos de esos cinco hermanos. Y nos dice hoy Abraham, que “Escuchen la ley y los profetas” Bueno, que nosotros también, que vivamos la palabra de Dios, que vivamos la fraternidad, que nos conmueva el dolor de los que sufren, que no nos desentendamos de los que la están pasando mal, que no vivamos esa cultura de la indiferencia de la que tanto nos hablaba el Papa Francisco.
Creo que podemos identificarnos hoy con esos cinco hermanos y que las lecturas de hoy nos toquen el corazón, que nos toquen el corazón frente a este enorme y gran pecado que se vive hoy, que es el pecado de la indiferencia. Quisiera, entonces, que le podamos pedir ayuda para que toque nuestro corazón a la Virgen María. La Virgen María, que fue aquella que cantó en el Magníficat: “A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”. Pidámosle mucha ayuda a ella. Y también quería que le podamos pedir ayuda para poder romper estos grandes abismos, estas enormes grietas, este pecado de la indiferencia, estas seguridades que nos alejan a unos de otros, que le podamos pedir ayuda también al Espíritu Santo.
Y lo quería hacer con palabras del Papa León XIV en la homilía de Pentecostés, de junio de este año, cuando el Papa León decía: “El Espíritu Santo rompe las fronteras y abate los muros de la indiferencia y del odio, y por eso lo primero que nos enseña, recuerda e imprime en nuestros corazones es el mandamiento del amor, que el Señor ha puesto en el centro y en la cima de todo, y donde hay amor no hay espacio para los prejuicios, para las distancias de seguridad que nos alejan del prójimo y para la lógica de la exclusión que vemos surgir desgraciadamente también en los nacionalismos políticos. Precisamente, -continúa diciendo León XIV-, el Papa Francisco observaba que hoy en el mundo hay mucha discordia y mucha división, estamos todos conectados y sin embargo nos encontramos desconectados entre nosotros, anestesiados por la indiferencia y oprimidos por la soledad. Y de todo esto, -continúa León-, son una trágica señal las guerras que agitan nuestro planeta. Por eso, invoquemos el espíritu de amor y de paz para que abra las fronteras, abata los muros, disuelva el odio y nos ayude a vivir como hijos del único Padre que está en el cielo”.
Que la Virgen María interceda por nosotros para construir una sociedad más fraterna, más justa, más equitativa y que el Espíritu Santo, como nos decía el Papa León, rompa las fronteras, los muros y todo aquello que nos divide y que hace que algunos vivan demasiado bien a costas de otros que la están pasando demasiado mal. Que podamos entre todos vencer el pecado de la gran indiferencia que a veces reina en nuestros corazones y en nuestras sociedades. Amén.