Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20,19-23
Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes». Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
Palabra del Señor.
Homilía Mons. García Cuerva Domingo de Pentecostés
Comienza el Evangelio de hoy, en esta Solemnidad de Pentecostés, diciendo: “Al atardecer del primer día de la semana”. “Al atardecer”. Y podemos pensar que el horario del día en el que se va apagando la luz solar. Pero también podemos experimentar que estos discípulos vivían un atardecer en sus propias vidas. Se apagaban las ganas de anunciar a Jesús porque había muerto. Se apagaba la luz de la alegría porque habían sido testigos de la crueldad con la que Jesús había sido condenado a muerte. Se apagaba también la esperanza porque no sabíamos nada del Señor después de su muerte en la cruz. Con lo cual, creo que no solamente estaba atardeciendo afuera sino que atardecía en el corazón de los discípulos.
Y nos dice también el Evangelio de hoy de San Juan, que estaban las puertas cerradas. Y creo que las puertas estaban cerradas pero también podríamos pensar que quizás estaba cerrada la mente de los discípulos a poder recibir alguna sorpresa de Dios, o alguna nueva buena noticia. Porque, como dije, creían que con la cruz y la muerte de Jesús todo había terminado. Seguramente también tenían cerrado el corazón; cerrado el corazón porque debían tener quizá, bronca y hasta cierto rencor hacia aquellos que habían matado al Señor, y cerrado el corazón porque debían haber tenido mucha culpa porque no habían estado al lado de Jesús en ese momento tan crucial.
Y entonces, quería que podamos hacer un paralelismo con la propia situación, con la nuestra. Así como la de los discípulos, era un atardecer en sus vidas después de la muerte de Jesús, también hablábamos de sus mentes cerradas a la posibilidad de algo nuevo y mejor. Y ese corazón cerrado por la bronca y por la culpa.
Creo que también para nosotros muchas veces como pueblo, está atardeciendo. Atardece cuando se apagan nuestra ganas, cuando se paga la luz de creer que podemos vivir la fraternidad. Cuando se apaga la luz de la esperanza de que podemos tener una mejor calidad de vida todos. Va oscureciendo nuestra vida. Anímicamente sentimos que va oscureciendo. Y al mismo tiempo, así como están cerradas las puertas de los discípulos, pienso que puede estar cerrada también nuestra mente y creo que expresión de mentes cerradas es la enorme intolerancia con la que vivimos, la gran falta de respeto, el creernos dueños de la verdad y no abrirnos al diálogo. Eso es expresión de mentes cerradas. Y también dijimos, la posibilidad de tener el corazón cerrado. Cerrado el corazón y por eso nuestras expresiones a veces son de odio, de bronca, de rencor, de imposibilidad de encuentro. Y tan cerrado tenemos el corazón que reivindicamos el desprecio de los demás.
Ante todas estas situaciones tanto de los discípulos como de las nuestras; uno podría decir: “Ya noqueada nada que hacer”. Sin embargo, y aquí continuamos leyendo el Evangelio, nos dice: “Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos”. Jesús llega porque Jesús está vivo, Jesús está resucitado, venció a la muerte para siempre. Y así como se pone en medio de los discípulos también se pone en medio de nuestra vida. Y se pone en medio de nuestra vida con esta realidad concreta que vivimos. Con este atardecer en nuestra vida, con esto que se nos va oscureciendo el alma. Pero al mismo tiempo, se pone en medio nuestro sabiendo que tenemos cerrada la mente, y somos intolerantes, y nos creemos dueños de la verdad. Se va poniendo en medio nuestro porque sabe que también, a veces, tenemos cerrado el corazón de bronca, de odio, de rencor. Se pone en medio nuestro. Y entonces, el primer saludo: “La paz sea con ustedes”, sabe que necesitamos la paz.
Esa paz que es un don de Dios. Esa paz que es un don activo que se construye desde el propio corazón. Un don que le tenemos que pedir al Señor todos los días. Por eso será que el Papa León XIV insiste una y mil veces, desde el día que fue elegido, con la necesidad que tenemos de paz. En todos los lugares donde hay conflictos bélicos pero, por supuesto, también paz en el corazón. Por eso nos decía en una audiencia de estos días: “Midamos el lenguaje, porque también se puede herir y matar con las palabras, no sólo con las armas”. “Midamos el lenguaje, porque también se puede herir y matar con las palabras, no sólo con las armas”. Por eso creo que todos necesitamos la paz, esa paz que nos regala Jesús resucitado.
Y junto con la paz Jesús les muestra a los discípulos las manos y su costado, es decir, les muestra las heridas de la cruz. Mostrándoles las heridas les está diciendo cuánto los ama y aquí viene como el segundo regalo de Jesús hoy: el amor profundo que tiene que fue capaz de entregar la vida por cada uno de nosotros. Mirando las manos y las marcas del costado, no nos queda más que decirle al Señor: “Gracias, porque ese es el precio que pagaste por nosotros. Nos amás tanto que fuiste capaz de sufrir en la cruz y entregarte por nosotros”.
La paz que nos regala, el amor y entonces los discípulos se llenan de alegría. Como que se transforma su vida. No puede no transformarse la vida de quien tiene un encuentro personal con el resucitado. Por eso hoy también, nosotros queremos que nuestra vida se transforme y también queremos recuperar la alegría, recuperar el entusiasmo. Queremos que vuelva a amanecer en nuestra vida, no oscurecerse la vida. Queremos que se abran las puertas de nuestras mentes y de nuestros corazones para que volvamos a apostar por la fraternidad.
Voy a la primera lectura: el Espíritu Santo es simbolizado con un viento fuerte, es una fuerte rafaga de viento. Y entonces, qué bueno que le podamos pedir al Espíritu que sople fuerte. Que sople y se lleve todo lo negativo, que sople y se lleve la intolerancia, que sople y se lleve las faltas de respeto. Y que nos ventile. Que ventile y nos de una mente abierta, capaz de aceptar al distinto y de vivir la fraternidad entre nosotros. Y al mismo tiempo, nos dice que también el Espíritu Santo es como llamas de fuego. Pidamos entonces al Espíritu que también sea un fuego que nos incendie en la esperanza, que nos prenda en la esperanza. Que nos apasione fuertemente en la esperanza de construir la fraternidad que hay que construir la paz. Pidamos con fuerza el Espíritu, lo necesitamos mucho.
Le pedimos a Jesús que nos lo regale, queremos ser testigos de paz. Le damos gracias por cuanto nos ama. Nos animamos a recuperar las ganas de vivir porque el resucitado está en medio nuestro. Pero le pedimos por favor que con su Espíritu sople fuerte, que se lleve todo lo negativo que no nos permite vivir como hermanos. Que nos ventile de ideas de intolerancia, de hacernos sentir dueños de la verdad y que nos incendie por dentro en el apasionamiento de vivir la esperanza y de poder encontrarnos con los otros.
Nos dice también la segunda lectura que el Espíritu Santo es dado para el bien común. Que podamos aceptarnos como distintos, que podamos aceptarnos como hermanos, construir entre todos una sociedad mejor. Que este Pentecostés entonces, sea la intención de todos, volver a descubrirnos hermanos, pedirle al Señor el don de la paz, pedirle al Señor el Don de la elegía. Lo necesitamos mucho, no queremos que atardezca más en nuestras vidas. Queremos que vuelva a amanecer la esperanza de poder vivir la fraternidad. Amén.
